sábado, septiembre 10, 2011

ESA CURIOSA COSA. Por Rafael Doctor Roncero

En el momento que empecé a escribir este texto de introducción a la obra de Cristian Segura en mi país, España, se estaba empezando a desatar un movimiento espontáneo de indignación ante la situación social y política imperante. No fui capaz de dejar de lado todo lo que estaba pasando en mi misma calle, en mi misma plaza, para hablar del trabajo de un artista que de haber estado aquí se hubiese interesado e incluso participado de alguna u otra manera en todo lo que se estaba empezando a mover.

Y es que la obra de Cristian Segura no es ajena a los asuntos que hicieron que las adormecidas calles de mi país ardiesen durante unos días. Si la gente tomó el espacio público fue para reclamar un estado de sensatez contrario a la incongruencia que impone la omnipresencia del estado económico de nuestro tiempo y la falacia de una política que ha dejado de ser tal para convertirse en mera esbirra de lo que el mundo financiero global e inhumanizado demanda.

En la plaza de mi ciudad, la gente se atrevió a cuestionar no él color o el tono de las cosas si no a las mismas cosas en sí. En una sociedad arropada por una llamada crisis económica se mostraba evidente una crisis mucho más profunda e importante: una crisis de los propios valores en los que se sustentaba todo el sistema. Como en una computadora, se clamaba por un reformateado del sistema operativo capaz de aportar un nuevo sentido a lo que cada vez es más evidente que no lo tiene.

Así me encontré escribiendo esta pequeña introducción para un artista que plantea con cada una de sus obras una reflexión sobre el propio espacio institucional del arte y su propia estructura de funcionamiento, al mismo tiempo que me disponía a sumarme a las manifestaciones que cuestionaban el propio sistema político y económico en el que se sustentaba la sociedad a la que pertenezco. En las calles unos replanteaban las incongruencias y contradicciones de una sociedad; en mi escritorio, en el ordenador, un artista replanteaba la propia función del arte. Los macroespacios y microespacios una vez más se unían para plantear una cuestión esencial y capaz de trascender todo tipo de especificidad: Sistemas que no funcionan.

El espacio institucional en el que se muestra y se desarrolla lo artístico ha sido durante los últimos años - podríamos admitir que incluso durante el último siglo- uno de los grandes ejes discursivos para infinidad de artistas que han pretendido responder y participar en las problemáticas de su propio tiempo. Creadores de toda índole y de diferentes ámbitos planteando no solo el soporte del arte sino la propia estructura en la que se cobija tanto física como conceptualmente. Si el mundo cambia tan rápidamente ¿qué es lo que hace que los espacios que albergan lo artístico prácticamente no sufran alteraciones? ¿Qué hace tan poco vulnerables a las salas o museos de arte?

Duchamp fue sin duda el que de una manera más firme abrió esta caja capaz de desatar una ola de intranquilidad y desazón en un espacio hasta entonces incuestionable; tras Duchamp nunca más se ha podido pasear por las salas de la misma manera. Los muros resisten, las salas siguen abiertas, se multiplican incluso, sin embargo ya siempre van a estar apuntalados en su estructura y soportando grietas inmensas por donde se cuelan fuertes ráfagas de preguntas que amenazan la propia estructura.

Con la modernidad, acoplada a la vigorosa profusión de pensamientos y teorías estéticas, el espacio el arte se convierte en si en un género del mismo arte en el que confluyen los intereses de las mentes de los artistas de una manera constante e incluso recurrente. No es posible habitar, descansar, vivir o sentir paz en una casa en la que todos y cada uno de sus cimientos son replanteados día a día. Sin embargo esa casa posee pilares antiguos labrados a base de argumentos de un mundo de clases, de un mundo diferencial, pilares antiguos que no solo han sobrevivido sino que incluso se han fortalecido tras las mareas formales y de pensamiento de todo un siglo de ideas e imágenes repletas de interrogantes.

Así, hoy más que nunca el museo goza de una reputación absoluta, incuestionable dentro de una sociedad que lo venera. Como perfecto fruto de una sociedad a la que pertenece y le da sentido, el museo es su puro reflejo. En él la hipocresía y las contradicciones inherentes a todo estado de mercado capitalista suponen la base de una estructura que parece sobrevolar cualquier tipo de cuestionamientos racionales o incluso de sentido común.

¿Cuál es el papel del museo hoy en día?

¿Dónde se debe situar el artista?

¿Cómo actúa el ser contemporáneo ante una estructura tan antigua?

¿Qué es lo que hace que los museos soporten todo tipo de ataques y planteamientos?

¿Qué cambios reales se han producido en el último siglo en los museos?

¿Cómo entender su existencia después de Duchamp?

¿En qué vitrina reposan los manifiestos dadaistas?

¿De dónde procede el dinero que convierte todo en especulación?

¿Quiénes son los coleccionistas y quiénes los nuevos donantes?

¿Qué protegemos y de quien?

¿Qué hay de templo aquí?

¿Qué arte es el que muestran?

¿Por qué nuestra necesidad de venerar?

¿Son necesarios realmente?

¿Acaso nuestras cuestiones y dudas hacen más vulnerable a esta institución?

Así, la institución arte se acostumbra a ser y a habitar una casa que pide argumentos y acepta incluso destructivas bombas que luego fagocita mostrando sin pudor al mundo el proceso de toda esa digestión; una casa que asume y aprende de cada uno de las embestidas que su dueño y señor le ha ido provocando; un organismo que como ningún otro es capaz de generar y mostrar las más radicales infecciones y al mismo tiempo crear y engullir siempre su vacuna precisa. Un espacio de perversidad perfecta donde todo es bendecido en esta nueva religión absoluta que impone el sentido de la diferencia, la exclusividad y la élite. Una casa basada en nuestra obsesión por el tiempo que ha ido robando poco a poco las funciones del templo en el que cuando teníamos dioses rezábamos.

De esta forma hoy, aunque hoy las calles ardan, las paredes del museo se muestran insultantemente ignífugas.

Para entender el trabajo de Cristian Segura, como el de en general el de cualquier artista, es necesario relacionarlo con su propia vida, con su discurrir y su implicación con los temas que trata y desarrolla en sus obras. Así nos encontramos con alguien que se define como artista, pero que al mismo tiempo es gestor, curador e incluso teórico sobre creación contemporánea. Esto, que podría verse como un conflicto de intereses es sin embargo un signo de la absoluta contemporaneidad de su propuesta, una contemporaneidad que tiene en la multidisciplinariedad una de sus características básicas y en la que la figura del artista cada vez es más difícil de definir debido a la complejidad en la que se suelen desenvolver tanto en forma como en concepto sus actitudes y propuestas.

Así, partimos de entender que estamos ante la obra de un artista que desde los veintitrés años ocupó la dirección de un museo de Bellas Artes y que desde la asunción de ese puesto fue capaz de plantear diversas obras en las que ha podido plantear de diferente manera las contradicciones en las que el mundo de la gestión se desarrolla. Crear desde dentro, pensar desde el epicentro, bailar desde la cabina del dj, sin duda un privilegio a la hora de hablar con autoridad de ciertos asuntos que difícilmente pueden ser entendidos si anteriormente no han sido vividos, asimilados e incluso sufrido.

Y es que este mundo en el que vivimos gusta de crear museos, de ordenar todas las cosas, de separar objetos creados para ser contemplados y para generar sensaciones o pensamiento. Un mundo basado en una gran contradicción permanente que necesita símbolos para subsistir, espacios y formas en las que gestar su evolución y en las que configurar sus hitos constructivos. Un mundo para ser mirado, pensado, interpretado, un mundo para ser estudiado, archivado, conservado, un mundo que protege sus vestigios, que categoriza sus restos que es capaz de venerar lo que sus taxonomías estructuran. Un mundo que crea espacios de valoración y que a partir de ellos desarrolla comportamientos capaces de provocar específicas reflexiones con una finalidad no siempre clara.

¿No es acaso el museo una perfecta metáfora de nuestro mundo? Tanto se ha escrito sobre la función del mismo y su finalidad en nuestra sociedad que soñamos poder deconstruirlo, replantearnos todos y cada uno de sus engranajes, todos y cada uno de sus pilares para descubrir que estamos siempre navegando sobre remolinos, caminando sobre tierras movedizas, volando en plena tormenta.

No hay nada claro, todo está dispuesto a través de la asunción de unos valores aceptados por la sociedad de clase para la que el museo es un elemento positivo, generador de urbanidad, generador de pensamiento. El espacio museo es el espacio opuesto al espacio cárcel, y de esta forma vemos como las ciudades luchan por poseer unos y desprenderse de las otras. Museos que vienen a decirnos que nos interesa la cultura, el pensamiento, que disponemos de espacios para crecer y para potenciar nuestro bagaje histórico y conceptual o, en muchos de los casos, para valorar el presente.

Pero aquí estos días las calles ardieron y no puedo dejar de mirar como sus llamas humeantes parecen que no han afectado a sus muros. Sigue el museo intacto y no por ello los artistas dejan de preguntarse por la consistencia de sus paredes.

Toda cultura la forman y representan sus valores. El museo es el lugar donde estos valores son salvaguardados de una u otra manera. ¿Pero que valores son los que realmente existen en un mundo donde el mercantilismo y la especulación de la obra artística es su eslabón esencial? La verborrea de los oradores de estos nuevos templos se impone como cortinas de humo anestesiante mientras no cesa la ovación general que recibe ese rey que marcha desnudo.

Los valores, de haberlos, han sido eclipsados completamente por los intereses de diferente tipo que penden de buena parte de los procesos que el arte actual acarrea. ¿Dónde está la grandeza del arte? Contemplado la especulación o luchas pseudointelectuales banales, el arte abdica de su sueño; pues sabemos que estos muros protegen el arte de solo unos pocos y que los demás, incluso siendo los custodios de las llaves, no nos vemos ni representados ni identificados en su exclusión elitista.

El valor económico que reside detrás de todo ha impuesto un mercantilismo que no puede sustentarse como el principal valedor del alma del arte. Urge un cambio de poder y cambiar no solo la forma de hacer arte sino también el lugar donde redirigir a éste. Sin duda hay que buscar la fórmula que posiblemente genere menos obras pero que por encima de todo comuniquen más. Así, ante estas plegarias ante el museo que nunca sucumbe, surgen artistas como Cristian Segura que plantean nuevos valores a través de pervertir diferentes aspectos del funcionamiento de estas instituciones. Cada cuestión es una piedra que fuertemente se arroja contra ese mármol que parece eterno. No se puede seguir confiando en una máquina que concede más importancia al propio sistema que lo sustenta que a la creación en sí misma y así en todo el mundo occidentalizado que ya es prácticamente todo. Vemos a China, ya el primer productor y consumidor de arte contemporáneo en el mundo, y podemos observar todos las contradicciones del sistema mucho más claramente que sobre la evidencia de nuestra propia piel. La globalización ha consistido en transferir el poder de los artistas a un sistema multinacional elitista que ha adoptado todo tipo de valores de un mundo capitalista y clasista que ha tomado al arte no como un símbolo de su época o una expresión sublime del ser humano, sino como un objeto de cambio mucho más seguro que cualquier otro generado por el propio sistema mercantil al que pertenece.

¿Y son estos nuestros valores? ¿Somos artistas para salvaguardar estas ideas?

Frente al museo, frente a la institución Arte, las obras de Cristian Segura son siempre disparos contra esos muros. Disparos pues el que los realiza es perfecto conocedor de todo lo que allí pasa y cree demasiado en ello como para ser indiferente. Disparos de cuestiones capaces de desbaratar el complejo tramado en el que se sustenta todo ese sistema pues hay un sueño, un sueño que sueña una sociedad realmente implicada donde el arte es una herramienta de libertad y progreso, no una gran bacanal de frutos hueros y sonidos huecos. Un sueño que destruye la idea foucultliana de heterotopia , de lugar otro, que acarrea esta institución.

En la construcción de su particular Atlas, al final de su vida, Borges diseccionando lugares y momentos vividos, empieza hablando de una divinidad de madera confinada en un museo y sobre ella escribe: “Ahora la cobija y exhibe esa curiosa cosa, un museo”. Borges, capaz de hablar de replantear el tiempo y la memoria desde una posición poética privilegiada, fue capaz de bucear en templos e imaginar las más extrañas bibliotecas y sin embargo de museos escribió poco, muy poco, posiblemente porque esa curiosa cosa es así porque es esencialmente escurridiza, absolutamente inasible.

Las revueltas en mi calle decrecen y la vida continúa en su intrincado camino de asumidas contradicciones. Las salas han seguido abiertas a la misma hora, las compras institucionales han continuado su misma dinámica y las inauguraciones y ciclos de conferencias no han alterado ni un ápice su apretado calendario. Hace unos días un jurado internacional de una reputación intachable se reunió para conceder el más importante premio de arte contemporáneo que desde este país se concede y decidieron otorgárselo a uno de esos artistas malditos que ha pasado la vida aborreciendo de jurados, premios y en general de todo tipo de vinculación a la institución artística. A los pocos minutos los teletipos daban la noticia y al instante aparecían ya declaraciones del propio artista que emocionado recibía sin ningún tipo de pudor el honor, el gran reconocimiento y la importante dotación que lo acompañaba. Nadie parece decir nada. De hecho nadie dice nada. Todo sigue y todo es válido en este juego en el que nos hemos instalado en el que los valores se trastocan en un segundo sin ningún tipo de pudor.

Yo, como Cristian Segura, he sido cancerbero de una institución artística contemporánea. Aunque de una forma diferente a él, he intentado mantener en activo el yo creativo que siempre he considerado inherente a mi condición humana. De la misma manera, no he sido capaz de resolver la contradicciones de ser y habitar “esa curiosa cosa” instalada en nuestras vidas de una manera inherente ya, esa permanente pregunta de preguntas, ese perfecto espacio en el que navegar en constante naufragio.

Las calles han dejado de arder pero el mundo amenaza ruina inminente. Los muebles de las casas se mueven de un lugar a otro en una nueva y desesperada estrategia de ubicación. Esa curioso cosa observa cómo todo es movimiento a su alrededor.